Lejos de lo que se cree, el Camino es más transitado por mujeres que por
hombres. Quizás la razón radica en su capacidad de provocar una
transformación interna, en propiciar ese viaje interior, al que la mujer
suele ser mas proclive cuando experimenta un cambio de escenario.
Muchas de las mujeres que lo realizan, son impulsadas por promesas,
búsqueda de respuestas interiores, la necesidad de capturar un poco de
magia durante esa experiencia que les pone en contacto directo con la
naturaleza y cambia su modo de pensar, su opinión sobre ellas mismas, o
les hace olvidar o al menos superar, algunas cuentas pendientes con su
vida. “Tenía la sensación de un desierto de tiempo, de miedo ante la
nada. Tomaba garantías para no sentirme sola, para no tener que
enfrentarme a mí misma, o simplemente para convivir conmigo sin ayuda
exterior” (Castillo Cuberos, peregrina por el camino de Santiago).
Recogemos sus palabras sencillas y luminosas en los diarios que han
dejado, y a medida que descubrimos el precio físico y psicológico que
pagan, leemos sus relatos como si fueren una especie de homenaje a ellas
mismas. Mujeres que escapan de las comodidades y la rutina de sus vidas
cotidianas para lanzarse en brazos de lo inesperado, que enfrentan unas
dificultades y situaciones desconocidas pero que sostienen firme la
bandera de su tenacidad y proclaman sin vehemencia sus razones,
objetivos o reivindicaciones internas.
La presencia de la mujer en el Camino no es un fenómeno nuevo. Desde la antigüedad, santas, reinas, nobles, enfermeras, y hasta mujeres al frente de Cofradías, han desfilado por él. Una de las primeras peregrinas fue Gilberga de Flandes (o Gerberga de Flandes). Peregrinó de Roma a Santiago llevando consigo nada menos que el manuscrito original del Codex Calistinus –la guía medieval que nos indica el Camino a seguir–. Acompañaba al celebérrimo Aymeric Picaud, monje del siglo XII autor de la obra, pero casi nadie tiene certeza de quien era en realidad esta pionera del peregrinaje a Santiago.
Lo cierto es que la
mujer viene desoyendo desde antiguo las advertencias sobre los peligros
que la acechan por el hecho de desplazarse sola y lleva siglos
arrastrando sus largas faldas por lugares remotos. Desde que Egeria, la
primera viajera documentada de la Historia, demostrara en el siglo IV
que una europea podía aventurarse por Tierra Santa y salir con vida del
envite, muchas otras mujeres fueron dando sentido y bandera a una forma
de rebeldía interior y con su bolsa colgada al hombro, o sus baúles a
cuestas, salieron a la luz y al calor de otras latitudes impulsadas por
la fuerza de su fe. Otra de las pioneras en sentir la llamada del Camino
fue una tal Bona de Pisa. A finales del siglo XII tras viajar como
Palmera a Jerusalén y hacer una incursión en Roma, fue peregrina a
Santiago y parece ser que hizo como guía de grupos de peregrinos. Sus
relatos narrando sus aventuras viajeras, han adquirido la categoría de
legendarios y dejaron muy claro que la experiencia mereció la pena.
Realizar un viaje de peregrinación hasta hace no mucho, suponía
ausentarse de casa durante meses o años. No se tenía la certeza del
regreso y la costumbre era hacer testamento. Durante siglos, los que
practicaban la fe cristiana tenían por tradición peregrinar a los Santos
Lugares pero durante la Edad Media, Jerusalén había sido conquistada
por los árabes por lo que los caminos de fe, conducían inexorablemente a
Santiago de Compostela o a Roma, ombligos espirituales de la época. Aún
así, lo que el peregrino iba a encontrar en los agrestes parajes del
Camino, lo convertía en una experiencia de alto riesgo. De hecho, hubo
ciudades en la Edad Media que permitieron cambiar la pena de muerte tras
un homicidio por la peregrinación a Santiago de Compostela. Era muy
probable que el delincuente muriera durante su peregrinación, pero de
regresar con vida, se consideraba que aquel hombre no era el mismo que
el que partió, y se permitía de nuevo su reinserción a la sociedad.
Falsos peregrinos dispuestos a asaltar y robar, el riesgo de sufrir
congelación, los ataques de los lobos, el contagio de enfermedades
infecciosas e incluso la falta de agua potable, –que, durante la Edad
Media produjo la muerte por envenenamiento de no pocos peregrinos y
caballos–, hacían de este viaje una arriesgada aventura que no todo el
mundo, por mucha fe que tuviera, estaba dispuesto a correr. Además, el
viaje discurría por distintos reinos, con distintas monedas, y el simple
hecho de cambiar, era de por si toda una aventura.
La picaresca
estaba a la orden del día. Las posadas no eran demasiado recomendables,
–con frecuencia servían de tapadera a la prostitución– los posaderos
solían estafar a los viajeros con toneles de doble fondo, y los
barqueros cobraban precios abusivos por cruzar un río, o bien su codicia
los llevaba a llenar con demasiada gente sus precarias embarcaciones,
lo que motivó que no pocos peregrinos perecieran ahogados.
Aún
así, la leyenda del Santo, la belleza de los parajes del norte de
España, o la fuerza de la fe, arrastraron a no pocas peregrinas que en
mas de una ocasión pusieron su granito de arena para mejorar las
infraestructuras y las comunicaciones de esta ruta. Isabel de Portugal,
nieta de Federico II y de Jaime el Conquistador, que lo realizó en dos
ocasiones, quedó tan impactada por la dura experiencia que destinó una
importante suma a los centros asistenciales por los que había pasado en
1325 rumbo a Santiago. Además estableció, en su Libro de Horas, que
abril y septiembre eran los mejores meses para el peregrino porque
partía con buen tiempo y regresaba antes de la vendimia y de los
primeros fríos. En cuanto a Isabel la Católica, alzó los hospitales de
Ponferrada y Santiago y a la esposa de Sancho el Mayor, se debe la
construcción del puente de la localidad de Puente la Reina. Los ejemplos
son incontables: la iglesia del Santo Sepulcro de León, levantada para
sepultura de caminantes, el hospital de Nájera, o el hospital de Caldas
de Rainha o el de Sandoval, fueron construidos gracias a las con las
donaciones de reinas y nobles damas que recorrieron el Camino.
Las historias hablan por si mismas, avanzan y retroceden en el tiempo,
suben y bajan de intensidad, pero siempre tienen un contrapunto de
generosidad, de privación, de amor y de fe. Y una gran parte de ellas
hablan también de situaciones extremas que no siempre tienen un final
feliz. El caso de Santa Orosia, patrona de Jaca, es célebre porque su
aventura acabó trágicamente. Orosia era una princesa procedente de
Aquitania que llegó a aquellas montañas acompañada de un numeroso
séquito camino de Toledo, donde estaba destinada a casarse con un
príncipe godo. La comitiva principesca, al pasar por los montes cercanos
a la localidad de Yebra, tuvo la desgracia de caer en una emboscada
tendida por una numerosa partida de musulmanes que los hizo prisioneros.
Aben Lupo, cabecilla de aquella partida requirió los amores de la
princesa cristiana pero fue rechazado una y otra vez por Orosia, que
sentía sobre todo la incompatibilidad de su fé con las creencias de
aquel moro que pretendía convertirla al islamismo y casarse con ella. El
enamorado caudillo echó mano de todos sus trucos para convencerla y
ante sus firmes negativas, no encontró otra solución que intentar
convencerla recurriendo al miedo. Llegado el momento, hizo degollar al
tío y al hermano de la princesa, y al no conseguir su objetivo la hizo
decapitar junto a los demás miembros de su comitiva y arrojó sus cuerpos
a una sima cercana.
Los peregrinos de hoy en día se sirven de las señales amarillas pintadas
a lo largo de la ruta, de los consejos de otros caminantes, o hasta del
Gps, para llegar a su destino. Pero hace trescientos o cuatrocientos
años, las cosas eran bien distintas y la intuición, el sentido de
orientación o la buena suerte eran los elementos con los que se contaba
para llegar a buen puerto. Estaban también los “Faros” terrestres que
indicaban desde la lejanía una ubicación, faros, en forma de campanario
alumbrado. También ayudaban el tañer de las campanas y las grandes
hogueras en las plazas de los pueblos, que sirvieron durante siglos para
guiar a quienes les sorprendía la noche antes de alcanzar su destino.
Pero la mujer ha sido desde antiguo una experta en el arte de
sobrevivir. Lo tuvo que aprender a lo largo de su dilatado paso por este
mundo sin necesidad de poner un pie mas allá del umbral de su propio
hogar. Ha sobrevivido a la hambruna, a la fuerza física, al miedo, a las
privaciones, al clima, y también a la soledad, y este último
ingrediente ha sido muchas veces el elemento que mas la ha fortalecido.
Una de las que pensaban que el distanciamiento y la incomunicación era
lo que convertía un destino en edén, fue Ingrid de Skánninge. Debía ser
una mujer muy segura de si misma y una entusiasta de la aventura porque
tras enviudar, dedicó todos sus bienes a obras de caridad y tras una
peregrinación a Tierra Santa en 1282, fundó el primer convento de
dominicas de su tierra. Esta beata nieta del rey de Suecia, viajó a Roma
para pedir la bendición del Papa, tras lo cual recorrió el Camino de
Santiago afrontando los peligros que entrañaba el viaje.
De
haberse conocido, Ingrid de Skánninge y la reina Brígida de Suecia,
habrían tenido muchas cosas de las que hablar. Descrita por los
historiadores como peregrina, política, mística y escritora, tras
recorrer Alemania, Chipre, Italia, Noruega y hacer una peregrinación a
Tierra Santa, realizó el Camino en 1341. Esta reina que enviudó también,
hizo lo mismo que Ingrid de Skánninge: donar sus bienes a los pobres.
Declarada santa por la Iglesia Católica en 1391, es además la santa
patrona de Suecia, una de las patronas de Europa y de las viudas.
Lo
cierto es que cuando los pies se ponen en marcha con voluntad propia, a
veces es difícil pararlos y hubo no pocas reinas y nobles “amantes de
la aventura” dispuestas a demostrarlo, aunque para algunas de ellas la
fe fuera la excusa para lanzarse a recorrer mundo. Fue el caso de la
hija de Enrique I de Inglaterra, que tras la muerte de su esposo Enrique
V, emperador de Alemania, se embarcó en este peregrinaje hacia
Compostela. Otras reinas y nobles la siguieron: Cristina de Noruega, la
duquesa de Lancaster, la condesa alemana Richardis, Sofía de Holanda,
Teresa de Coimbra, la inglesa Elizabeth Scales... y así un largo
etcétera hasta nuestra actual reina, peregrina por el Camino de
Santiago.
Desconectadas de sus mundos, aisladas, doloridas,… las
mujeres han seguido expandiendo sus alas a lo largo del Camino, poniendo
de manifiesto cuanta razón tenía Antonio Machado al afirmar: “Caminante
no hay camino… se hace camino al andar”.
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